CASO PRÁCTICO
Red Bull es un caso único de creación de nueva marca cuya imagen ha logrado trascender al propio producto. Y lo es también de la puesta en marcha de una innovadora estrategia de comunicación que es innovadora, además, en su gestación y desarrollo: involucró a numerosas agencias publicitarias de diferentes países que trabajaron juntas en la concepción y producción de una campaña publicitaria reconocida en todo el mundo y que, treinta años después, sigue plenamente vigente.
Red Bull nace como marca internacional de bebida energética a finales de los años 80 del siglo xx: una iniciativa del empresario austriaco Dietrich Mateschitz, que en aquellos tiempos trabajaba como comercial para los productos de higiene bucal Blendax. En un viaje de negocios a Tailandia, siendo comercial de esta marca, subió a un taxi y, casualmente, allí conoció el “Karting Daeng”, un producto tailandés vitamínico que consumían los taxistas de Bangkok para aguantar sus largas jornadas de estrés al volante. Mateschitz pronto vio las posibilidades que este producto, cuya traducción del tailandés es “toro rojo”, podría tener en Occidente, por lo que compró la fórmula y los derechos de explotación a su creador, Chaleo Yoovidhya. A partir de ese momento, Red Bull tenía que convertirse en un producto “deseable” para el consumidor occidental. Hasta entonces, sin embargo, nadie había pensado que un producto creado en un lejano país oriental podría tener éxito en el mundo occidental. Pero ¿y si se comercializaba de la manera adecuada, con un diseño atractivo y un posicionamiento correcto? La empresa de Mateschitz lo hizo, y no solo lanzó un nuevo producto, sino que creó una categoría totalmente nueva, las bebidas energéticas.
ESCENARIO INICIAL
El producto original combina agua con azúcares, un alto grado de taurina, cafeína y otras vitaminas que lo convertían en el producto ideal para aportar un plus de energía y “despertar” anímicamente a quienes lo tomasen. Esa promesa también podía ser atractiva para el consumidor occidental, pero el producto en sí no lo era. Para empezar, debía reconvertirse en un refresco, para lo cual necesitaba dos elementos: burbujas y un envase atractivo. Esto es lo que lograron en Hangar 18, el rincón del aeropuerto de Salzburgo que compró Mateschitz para convertirlo en banco de pruebas de su producto. Allí se gestó una lata que confería un atractivo extra al logo original de Yoovidhya y sus dos toros rojos enfrentándose ante un sol naciente. Así, el empresario austriaco buscó colores que hiciesen “diferente” a Red Bull, y aunque lo lógico hubiese sido elegir el rojo, se desechó para alejarlo de la iconografía de Coca-Cola. Se optó por los colores azul y plata porque no estaban presentes en ninguna marca de bebidas.
Una vez creado el producto físico, había que incidir en el beneficio que podría ofrecer al consumidor, que no era otro que la posibilidad de revitalizar cuer...