La dialéctica de la innovación: diez mitos revisados

La dialéctica de la innovación: diez mitos revisados La dialéctica de la innovación: diez mitos revisados

ES

Enric Segarra

Business Review (Núm. 349) · Estrategia

Ni las nuevas tecnologías son la única fuente para innovar ni la crisis en una empresa agudiza el ingenio. Existen una serie de mitos en torno a la innovación que conviene desterrar para garantizar el futuro de nuestra organización.

Hoy en día se invoca mucho la innovación para explicarlo y justificarlo prácticamente todo en el ámbito de los negocios, a menudo sin haber pensado detenidamente qué significa y qué implica, y mucho menos bajo qué condiciones se produce.

Hay una serie de discursos y lógicas dominantes alrededor de la innovación a los que solemos abrazarnos dogmáticamente sin ningún espíritu crítico. Por tanto, conviene empezar por definir qué es la innovación, cómo y dónde ocurre, y qué la explica, lo cual permitirá desterrar algunos de los mitos que erróneamente la acompañan.

La innovación es esa actuación deliberada y persistente encaminada a mejorar las cosas (el statu quo) que, en retrospectiva, explica el progreso que ha experimentado la humanidad a lo largo de la historia. Eso y un poco de fortuna (serendipia) bien interpretada e incorporada al proceso, claro.

A nivel individual, la innovación surge esencialmente de la insatisfacción por algo que consideramos que podría ser mejor si se hubiera hecho de otro modo. Surge de una pulsión interior implacable, inherente a los humanos, por intentar mejorar la realidad actual, de no quedarse “en paz” con lo conseguido (inconformismo) y seguir dándole vueltas hasta dar con algo más satisfactorio en una espiral sin fin.

Si eso lo trasladamos al ámbito empresarial, hay que añadir un elemento más. Si a ese inconformismo que nos impulsa a repensar las cosas, los procesos o las maneras (y nos empuja a preguntarnos “¿y si…?” o “¿cómo podríamos…?” como vías para provocar a nuestra imaginación y conjeturar nuevas maneras), le añadimos el legítimo interés por captar la atención y granjearse el favor económico de nuestros clientes y prospectos, descubrimos que es precisamente la innovación, a través del valor añadido percibido que agrega, el único camino que puede aportarnos un rédito económico y permitirnos disfrutar de una posición de monopolio temporal frente a nuestros rivales.

Más allá de canalizar esa suma de insatisfacciones personales que impulsan la innovación, las empresas se obligan a innovar para disfrutar de esa posición ventajosa frente a sus competidores. No hay futuro posible si nos quedamos anclados en el presente, por muy rentable que este sea. Por tanto, innovar debería ser una actitud meditada, convencida y continuada en cualquier organización, no un golpe de riñón para superar un repecho puntual en la ruta.

Podemos definir la innovación como el proceso que, de forma decidida, sistémica y sistemática, consigue transformar lo que inicialmente es una mera inquietud o un anhelo de mejora –incluso un sueño– en una serie de conjeturas que dan paso a una nueva realidad tangible (la innovación no es tal si no se materializa), útil (importantísimo que el mercado perciba el valor que aporta), robusta (confiable) y accesible (la mayoría de las iniciativas consiguen la categoría de innovación porque democratizan el acceso a esa nueva bondad para una gran mayoría).

Ahora que ya entendemos qué es la innovación y por qué surge, revisitemos algunos de los mitos que, erróneamente, la acompañan:

 

1. El origen de la innovación es siempre tecnológico

Existen dos grandes escuelas para nada excluyentes a la hora de generar innovación, aunque una de estas aproximaciones se ha llevado casi siempre la fama.

La primera empieza por inventar cosas, a las que después se les busca un uso. Se trata de la visión científico-céntrica o tecnológico-céntrica de la innovación, que durante un tiempo rigió casi de forma monolítica las decisiones corporativas en cuanto a la organización de la misma. Laboratorios un tanto aislados, del aquí y el ahora, investigaban y lanzaban sus descubrimientos “por encima de la valla” para que los agentes comerciales encontrasen, a posteriori, una aplicación o mercado.

Es lo que se conoce como “technology push strategy”. A menudo pasa mucho tiempo antes de que se halle un uso a esos descubrimientos científicos, y algunas veces, esa utilización se encuentra por un quiebro inesperado en el camino que nadie predijo o vio llegar (sería el caso de la viagra o del pegamento que no pegaba lo suficientemente fuerte y dio lugar tiempo después al famoso pósit). Ahora estamos en uno de esos momentos con un sinfín de nuevas tecnologías que, nos dicen, apuntan a cambiarlo todo –y es posible que así termine siendo–, aunque de momento vemos poco resultado práctico.

En general, los humanos tenemos un problema, y es que no valoramos bien el impacto que las nuevas tecnologías pueden tener en el largo plazo. Tendemos a sobrestimarlas en el corto plazo, como muestra la posición de las nuevas tecnologías sobre la curva del ciclo de sobreexpectación que publica Gartner. Año tras año, una nueva tecnología se pone de moda con la vitola de acabar con todo lo anterior, pero la realidad indica que no es tan sencillo.

Una característica interesante sobre la ocurrencia de la innovación es la imposibilidad de preverla a futuro. La historia se escribe a base de giros inesperados que nadie predijo y que, bien capitalizados después, explican buena parte de lo que somos hoy. A posteriori todo parece seguir una lógica que podemos presentar a modo de relato fascinante, pero resulta del todo imposible de prever a futuro.

Probablemente esa imprevisibilidad es lo que genera más quebraderos de cabeza a los directivos a la hora de tomar decisiones. Sin garantía alguna de éxito, pues no hay receta escrita a la que recurrir, y aun a sabiendas de que no hay otra vía, ¿cuán fuerte debe uno apostar a esa carta llamada innovación tecnológica? Ese es el gran dilema.

Sin embargo, existe una segunda escuela que plantea que el desencadenante de la innovación lo encontramos primero en la comprensión de cuál es la necesidad, el “job-to-be-done” (el famoso concepto de la gente no quiere un taladro de un cuarto de pulgada. Quiere agujeros de un cuarto de pulgada, popularizado hace décadas por el profesor de HBS Theodore Levitt y más recientemente por Clayton Christensen en su libro Competing against luck: The story of innovation and customer choice), para después ponernos a trabajar con pleno foco para encontrar maneras de satisfacerla. Sería lo que se conocía como “demand pull strategy” y que más recientemente se ha convertido en la “human-driven innovation”, que pone el foco más en observar y comprender al usuario en su contexto para inferir cuáles son o van a ser sus necesidades. Una vez bien definido el objetivo a satisfacer, llega el momento de buscar, entre el arsenal de tecnologías disponibles y soluciones ya probadas a otros efectos, cuáles pueden servir para satisfacer las necesidades identificadas. En cualquier caso, esas soluciones no tienen que ser necesariamente de origen tecnológico.

A los entusiastas de esta manera de innovar les gusta apuntar que es poco eficiente crear una llave y después salir en busca de la cerradura en la que encaja. Defienden que es mucho mejor comprender primero el problema para crear o encontrar después la mejor llave.

 

2. Solo las nuevas tecnologías producen disrupciones que “transforman el mundo”

Aunque es una creencia bastante arraigada, algunos exitosos ejemplos que transformaron el mundo nos muestran que la nueva ciencia o la tecnología punta no son imprescindibles para romper el paradigma, crear progreso y dejar atrás a nuestros competidores.

El contenedor marítimo aumentó exponencialmente la productividad y abarató enormemente los fletes gracias a una nueva organización de las cosas y una “tecnología” tremendamente básica. Dick Fosbury se coronó campeón olímpico en salto de altura en 1968 saltando de una manera distinta y cambió para siempre la técnica de salto. Y la maleta con ruedas muestra que también puede alcanzarse la disrupción con un simple cambio en la disposición de los elementos que ya existen. Se trata de un claro ejemplo de que muchas soluciones perspicaces surgen de una mirada distinta sobre los mismos hechos o elementos preexistentes.

Por otra parte, modelos de negocio “nuevos” como el de Airbnb o Uber demuestran que, reinterpretando la misma realidad, se pueden encontrar auténticos océanos azules allí donde antes nadie vio nada. Esta manera de innovar ya la categorizó Joseph Schumpeter a principios de los años treinta del siglo pasado cuando dijo que la “innovación combina componentes (existentes) de una forma nueva”. Esos componentes no provienen necesariamente de avances científicos o tecnológicos de última generación, sino que la disrupción puede devenir de la simple recombinación de viejos conceptos para dar como fruto nuevas formas.

 

3. Las nuevas tecnologías (e innovaciones derivadas) destruyen empleo

Ya los luditas, a principios del siglo XIX, se dedicaron a destruir telares mecánicos porque consideraban que amenazaban sus puestos de trabajo. La automatización –una manifestación tangible de la innovación– siempre generó esa primera impresión (cierta) de que destruía empleo. Sin embargo, la historia se ha encargado una y otra vez de confirmar que, como contrapartida, crea muchos nuevos empleos en otros lugares o sectores, y nuevas industrias.

La transición puede ser rocosa, pero el resultado neto para el conjunto de la sociedad ha sido siempre positivo. Las mejoras en productividad alcanzadas en una parte han permitido el desarrollo de nuevas oportunidades en otras una y otra vez. Las sucesivas revoluciones agrícolas e industriales, que de entrada destruyeron miles de puestos de trabajo, explican el progreso en el que hoy vivimos. Y nada hace pensar que no vaya a ser así en el futuro, fruto de las nuevas oleadas de innovación que nos llegan.

El problema no es ya tanto el impacto directo, sino el cambio de actitud al que obliga al conjunto de la sociedad. Adaptarse al medio obliga a un proceso de aprendizaje continuo, y eso siempre desata resistencia, especialmente si hemos alcanzado un estatus que es cuestionado por el cambio de paradigma.

 

4. La innovación se produce a golpe de (in)genio

Nada más alejado de la realidad. La innovación es un proceso eminentemente gradual. Todas las innovaciones surgen del avance a partir de un trabajo incansable que obliga a mucha prueba y error, un camino que está repleto de microfracasos y muchísimos abandonos. De hecho, fracaso y perseverancia son, comúnmente, los padres del éxito en el proceso de la innovación.

Sin embargo, persiste la idea entre los legos de que la innovación es fruto de un momento de inspiración. ¿Por qué? Porque tendemos a simplificar las historias, y las de fracaso no venden. Porque nos gustan y nos enganchan las historias “mágicas”. Es emocionante pensar que ese momento de “iluminación” inesperado que rompe con el pasado le puede ocurrir a cualquiera y en el lugar más inesperado. Como dijo Pablo Picasso, “la inspiración existe, pero debe encontrarte trabajando”.

Hasta la innovación disruptiva o transformacional, la más impresionante de todas las posibles, es en esencia evolución, una cuestión de moverse paso a paso al siguiente cuadrante adyacente, como se puede comprobar en el artículo “Salir al ataque: guía para crecer a través de la innovación”, publicado en el n.º 305 de la revista. La innovación se rige más por un proceso de descarte similar a la selección natural que por un proceso impecablemente prediseñado por un “ser superior”. Como dijo Miquel Barceló, “tú no decides anticipadamente lo que vas a hacer, eso te lo vas encontrando a medida que vas avanzando”.

Incluso aquellos que han logrado el reconocimiento popular como grandes genios reconocen que el avance se produce fruto del intento… y de mucho fracaso, a lo cual se debe añadir un elemento más en el ámbito de los negocios para asegurar la supervivencia: la rapidez. Al tratarse de una actividad con altísima incertidumbre, no podemos esperar acertar a la primera. Aceptando que el fallo va a ser nuestro compañero de viaje, la idea es iterar a la mayor velocidad posible para incrementar las probabilidades de éxito.

Si queremos incrementar el número de innovaciones que lleguen al mercado, deberemos necesariamente incrementar de manera dramática el número de intentos. En definitiva, se trata de aumentar el apetito organizativo por probar (y fallar) de manera útil… y rápida.

 

5. Primero pensar o teorizar, y después innovar

Si preguntásemos qué va antes, la mayoría seguramente contestaríamos que antes que innovar hay que estudiar para comprender, teorizar y poder refutar en un continuo ciclo científico. Y esa probablemente es una respuesta válida para los tiempos modernos, pero que difícilmente se acomoda a lo que aconteció en los orígenes de la humanidad, cuando las innovaciones surgían de la prueba, de la práctica. En todo caso, a partir de aquellas innovaciones que resultaban exitosas y generaban un avance, nuestra inteligencia se ponía a trabajar para encontrar el patrón, la ley que lo explicaba.

En general, es el acto el que precede a la comprensión. Por eso sigue siendo tan importante el concepto de prueba y error en el desarrollo de una mentalidad innovadora. El camino hacia lo desconocido y su comprensión no se hace en general desde el vacío y sí desde la experimentación sobre el terreno. Por tanto, es necesaria una orientación a la acción. Ya teorizaremos y desarrollaremos los porqués del éxito a posteriori.

 

6. La crisis agudiza el ingenio

La sabiduría popular dice que el hambre agudiza el ingenio y la hartura lo adormece. Aplicado a la innovación en la empresa, podría decirse que la mejor innovación surge cuando nos encontramos con el agua al cuello. Nada más alejado de la realidad. Es más, apretar el botón de la innovación fruto de la desesperación, como último recurso, supone un fracaso seguro.

Existe una relación causal entre la riqueza del entorno y la innovación. Esta no surge de la desesperación, por mucho que el sentir popular así lo estime, sino que florece en entornos “ricos”: abiertos, bien conectados, con alta densidad demográfica y una diversidad que permite la especialización de los agentes necesarios para el desarrollo de la innovación dentro del ecosistema, en momentos de paz y con economías “ricas”. Si nos centramos en la empresa, ya dijo Hiroshi Okuda cuando era presidente de Toyota que “los negocios deben reformarse cuando el negocio va bien”. Esperar a tener el agua al cuello para innovar es no entender cómo funciona la innovación.

 

7. La protección legal de la invención favorece la innovación

Probablemente este sea uno de los puntos que más debate suscita. Estamos acostumbrados a escuchar que el objetivo de las patentes, derechos de autor y similares es un incentivo relevante para que individuos y empresas dediquen recursos a la investigación, la invención y la innovación. Y que, sin ellos, habría menos innovación.

Sin embargo, hay quien abiertamente sostiene lo contrario, que ese constructo llamado propiedad intelectual, cuya esencia y génesis tiene un sentido indiscutible, desacelera la innovación en una industria porque reduce las posibilidades de competencia y frena el progreso. Las empresas que han innovado y registrado sus invenciones tienden a tratar de maximizar el retorno sobre la inversión hecha, reduciendo así la necesidad de mantener el ritmo de invenciones al que una competencia más dura obligaría. Si pueden así alargar su posición de monopolio (ganada en su momento fruto de esa invención), ¿qué motivación tienen para seguir innovando?

En el otro lado se encuentran quienes defienden a ultranza que nadie inventaría si no existiese la posibilidad de proteger, que, si todo el mundo pudiese copiar libremente y beneficiarse con las ideas de otros, no habría innovación.

Lo cierto es que existen ámbitos, como la industria culinaria, en que nunca se pudo patentar un plato o un proceso, y sigue siendo una de las más creativas sobre la faz de la tierra.

Tenemos respuestas al gusto de todos. Lo importante es saber cuál es nuestra situación y poder discernir. El sumun del despropósito, lo que supondría un uso perverso del sistema, sería innovar pensando no en la ventaja de mercado que esa invención nos pueda dar, sino en los royalties que se puedan obtener si se patentan las invenciones o en patentar al máximo para no dejar hueco posible a la competencia.

 

8. Innovar en una gran empresa es un oxímoron

En general se asume que el tamaño, las estructuras, las reglas y los procedimientos –tan necesarios para que una empresa alcance la rentabilidad sostenida a través de la coordinación, la escala y la eficiencia– juegan en contra de la innovación, llegando a sofocarla. Y aunque hay bastante de cierto en ello, el problema de fondo de muchas grandes corporaciones es su percepción de que no necesitan seguir innovando, la complacencia que se deriva, entre otras cosas, de eliminar o minimizar a la competencia, quizá por una posición merecidamente ganada en un momento anterior a través de una innovación que ha sido bien protegida.

El mejor acicate para seguir aventurándonos a innovar es que la competencia apriete y nos obligue a seguir haciéndolo. Es entonces cuando nos movilizamos y creamos nuevos mecanismos para innovar, abriéndonos a colaboraciones en ecosistemas abiertos, observando cómo hacen las cosas en otras industrias para adoptar y adaptar algunas de sus prácticas, explorando la aplicación de nuevas tecnologías que pueden cambiar las cosas, poniéndonos en la piel de nuestros clientes para ver desde su perspectiva lo que sería imposible desde nuestras confortables atalayas, etc.

No es un tema de tamaño y de reglas, aunque podemos convenir que no ayudan; es un tema de presión competitiva. Sin una presión que pueda poner en jaque nuestra posición, ¿qué sentido tendría aventurarse a innovar con lo incierto que es su éxito?

 

9. La innovación se puede planificar y los Estados juegan un papel fundamental

Mucho se discute también sobre el papel que deben jugar los Estados en la ecuación de la innovación. Si bien es verdad que un Estado puede promover la innovación o sofocarla en función de las leyes que despliegue y del presupuesto dedicado a crear un buen sustrato en el que la innovación pueda germinar (presupuestos dedicados a educación, centros tecnológicos, investigación militar que más tarde o temprano acaba encontrando una aplicación comercial, etc.), no olvidemos que ya existía innovación mucho antes de que existiesen los Estados. De hecho, hay quien postula que la innovación funciona mejor y se produce más cuanto menos Estado (centralizado) haya.

La innovación surge en contextos de máxima libertad, donde prima la iniciativa privada. Libertad para poder imaginar, soñar, aspirar, acceder al conocimiento y a los capitales, invertir, fracasar y volver a intentarlo de nuevo en un ciclo que no tiene fin. La innovación surge del anhelo por alcanzar una mejor manera, de un sueño. Y por eso no puede ser objeto de planificación centralizada, ya que no sabemos nunca dónde surgirá ese próximo sueño. Esa incertidumbre es parte y arte de esta innovación.

 

10. La innovación es una de las pocas cosas que todo el mundo jalea y reconoce como realmente importante

Este es uno de los puntos más críticos para entender por qué la innovación, a pesar de ser siempre una ecuación de suma positiva, encuentra numerosos enemigos “agazapados” en su camino. Todo el mundo está de acuerdo en sus virtudes mientras no afecte a su bolsillo. Cuando eso ocurre, se usan todos los medios para matarla.

Los innovadores siempre tienen que estar preparados para luchar contra los intereses creados por las empresas incumbentes, los “reinos de taifas” intracorporativos que presentan resistencia, el conservadurismo propio de nuestra psique (miedos, sesgos cognitivos, etc.), las barreras erigidas para dificultar la entrada a nuevos actores, las regulaciones, etc. Existen un sinfín de razones “ocultas” que dificultan lo que debería ser una actividad auspiciada por todos y que por su propia naturaleza entraña numerosas dificultades. Desconfía de los vítores y alabanzas a la innovación, y cíñete a los hechos –y no a las palabras– para descubrir si en tu entorno se apoya verdaderamente la innovación.

Enric Segarra

Profesor de Innovación en Deusto Business School ·

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